2. Existo porque estoy en Internet.
Sobre el deseo de documentar y nuevas formas -paralizantes- de tener fe.
En diciembre cumplo 30 años y nunca me había parado a pensar tanto en mi yo de pequeña como hasta ahora. Recuerdo que tenía miedo de la oscuridad, que amaba la fotografía y dibujar por encima de todas las cosas, y que no existía dibujo o cuento que no llevara su fecha como marca de registro. Recuerdo, también, que soñaba con ser adulta y que, como todas las muñecas, sería delgada, rubia y de ojos azules, porque así nos vendían la forma correcta de ser mujeres: envuelta en el papel de regalo más bonito que verías en toda tu vida y que rasgarías con ansia hasta dar con una caja de colores pastel, su olor -ese plástico tan concreto, tan naif, su aroma metiéndose en el hueco más profundo de tu memoria-, y una figura con las proporciones que deberíamos considerar correctas amarrada a un cartón.
La idea de ser como una muñeca quedó en segundo plano cuando aprendí la palabra “genética” y cómo nuestros rasgos son heredados, que esa herencia es una forma de honrar nuestra genealogía e individualidad y que no estaría bonito tirar por la borda los intentos por concebir de mis padres, los 9 meses de gestación de mi madre y su posterior postparto, por una necesidad generada por ciertas marcas de juguetes famosas en los 90’s y los 2000’s.
El sistema de archivo, sin embargo, lleva conmigo desde entonces. Esto es algo en lo que no había pensado hasta que F. vio mis marcadores de Instagram, las categorías en las que divido cada post que me interesa y cómo esto se replica en todo mi campo digital. Tengo carpetas para temáticas simples como recetas, decoración de interiores o libros, y otras más específicas como formas curiosas de muebles, posts dedicados exclusivamente a la crisis de la vivienda -la que es ahora mi peor pesadilla, aunque las pesadillas no son reales y esto sí lo es- o inspiración para futuros proyectos de costura, y no me extiendo más para no revelar mis habitaciones mentales.
Que exista tanta gente produciendo y recopilando tantas imágenes y conceptos, y que eso me genere la necesidad de coleccionarlos, se me hace inabarcable: demasiadas cosas que no he visto y que me gustaría ver, demasiadas cosas que escapan de mi archivo porque el algoritmo no me las muestra, demasiadas cosas que sí llegan a mí y que soy capaz de clasificar y almacenar antes de refrescar y que se esfumen.
Entre clic y clic me pregunto, ¿dónde van esas imágenes exactamente? ¿Las archivo con la intención de revisitarlas? ¿Lo hago para no olvidarlas? ¿Seré capaz de encontrarlas una vez registradas en mis marcadores? Me hago todas estas preguntas cada vez que me sorprendo clasificando un post de Instagram o un TikTok antes de verlo entero porque sé que va a gustarme -¡cómo no iba a hacerlo si el algoritmo lo ha decidido por mí!- y que debo pasar al siguiente cuanto antes.
Es esta saturación la que hace que mi tendencia a la museificación se haya desvirtuado, y es la nube la que suma a ello el componente de volatilidad. Ya no es una carpeta física la que sostiene las imágenes a las que quiero volver, sino un conjunto de cables conectados a aparatos gigantes que necesitan litros de agua para su refrigeración, entre otros recursos básicos para la vida humana.
En parte me apiado de ellos cuando pienso en la cantidad de archivos que se ven obligados a digerir cada día solo para -supuestamente- facilitarnos la vida. Han sido creados para almacenar esos bienes intangibles que, pese a no tener forma física, forman parte de la tendencia capitalista a la acumulación que arrastramos desde la generación de nuestros padres, los boomers, quienes normalizaron la conversión de la cultura y el folclore en souvenirs. Como resultado, nos hemos criado en casas atiborradas de objetos y se hace raro ya conocer a alguien nacido en la década de los 90 e inicio de los 2000 que no tenga una extraña filia por el minimalismo.
Este trauma generacional se une a la reducción y precarización de los espacios físicos que nos permiten habitar a cambio de 900€ al mes, sin gastos incluidos claro. ¿Qué álbumes de fotos o libros podemos almacenar si los baños ya no tienen bidet y la cocina está incluida en el salón? Solo nos queda entregarnos a la nube, regalarle nuestros recuerdos, donarle aquello que no es importante según los estándares capitalistas de consumo. El margen real que nos queda para el ejercicio de atesorar es ínfimo.
Esta concesión no es otra cosa que una renuncia a otorgar un espacio a cada objeto que realmente tiene valor para cada una de nosotras: fotografías físicas en álbumes, libros, los puzzles a los que jugabas de pequeña, esa colección de abanicos de tu abuela o cualquier otra cosa que no sean productos de skin care, muñecos de blind boxes o prendas y prendas pertenecientes a setenta microtendencias diferentes. Una renuncia que hacemos poniendo fe ciega en una nube que nos han presentado como abstracta, pero que no deja de ser otra cosa que un servidor físico, que ocupa espacio y consume recursos, y que puede fallar.
¿Y si un día la nube se fractura y todos nuestros datos se pierden? Cada vez que me hago esta pregunta entro en pánico porque he crecido cediendo la demostración de mi huella vital a un servidor. Existo porque estoy en Internet. Al escribir esto, pienso “si se desatara una guerra, los servidores cayeran y me perdiera en este mundo, nadie podría mostrar mi foto para traerme de vuelta porque no hay constancia física de mi rostro adulto. Si un hackeo a gran escala afectara al conjunto de servidores en los que almaceno mis fotografías, vídeos y mensajes, cómo podría releer los primeros mensajes que F. y yo nos escribimos, cómo podría saber lo que quiso comentarme cualquier amiga en los audios previos al ataque, cómo podría ver las fotografías que hice de ese viaje o de ese paseo”. No quedaría nada.
Vale, quizá esté llevando las cosas al extremo, pero esa Laura que se tomaba su tiempo para firmar con nombre y fecha cada dibujo o manualidad me mira con una mezcla de decepción y rabia. Ya no es solo que haya roto con el trabajo de archivo que iniciamos en el pasado, sino que además lo he despojado de su carácter sensorial.
Verlo todo a través de una pantalla hace que mi cuerpo se concentre en mis huellas dactilares, en la punta de los extremos más lejanos a mis ojos, a mi nariz, a mis oídos, a mi boca. Solo el tacto se mantiene activo, aunque torpe, mientras mi cuerpo manda señales de descanso a toda mi superficie, porque es así como me siento generando datos para el trocito de nube que Internet ha reservado para mí: una corteza pudriéndose que es puro tacto automatizado.
Antes había espacio para el ritual, oler por primera vez una muñeca antes de someterla a acrobacias aéreas o sesiones improvisadas de peluquería, cargar un carrete en la cámara hasta oír el clic, abrir la caja de lápices de colores y elegir la textura y el tono perfectos, ponerme una gotita de cola en la palma de la mano y tirar de los pellejitos que se formaban. ¿Qué experiencia nos ofrece la nube? Podemos archivar o mostrar, pero ¿cómo dialogamos con lo almacenado si no tenemos una inmersión completa?
Cuando era una niña podía pasar las tardes enteras haciendo una única cosa, que normalmente era dibujar o reproducir las manualidades Art Attack que no requirieran del famoso mejunje -en mi casa no se permitían las manos pringadas ni los salpicones-. El ritual era el mismo: una vez terminados, los guardaba para mí o se los regalaba a mis abuelos con dedicatoria y fecha incluidas, acercándoles mi obra de arte con las manitas en alto, toda orgullosa, para que los conservaran en sus cajones, los pusieran en el mueble de la entrada o los metieran en sus carteras. Era un trabajo de archivo, les estaba diciendo “aquí tenéis este dibujo que he pensado para vosotros. Sus colores, sus formas y la dedicatoria están hechos para vuestro deleite. Recordad que los he hecho hoy, ni ayer ni antes de ayer, justo hoy, y eso es importante porque es el día en el que os he dicho toma abuela o toma abuelo, y me habéis mirado con cara de orgullo”.
¿Puede la nube igualar esa sensación de sentir en físico lo creado? El trazo sobre el papel, sentir su gramaje, generar surcos con el bolígrafo por la fuerza justa con la que se quiere dibujar esa florecita o escribir esa palabra. Ver el resultado final, sentir orgullo o decepción y querer mejorar, vivir en el juego y la repetición, y que, pasado el tiempo, alguien encuentre en una carpeta o cajón esos trazos torpes, esos colores, esas fotografías o esas cartas. Una demostración tangible de que existimos pese a Internet.
Para emular esta sensación, desbloqueo el móvil, abro Instagram, voy a la pestaña de “Guardados” y navego entre mis marcadores. Abro uno, el que sea, “Bordar”, por ejemplo. Solo encuentro posts sobre posts sobre más posts a los que nunca volveré. Me saturo. Cierro Instagram. Bloqueo el móvil.
Me pregunto entonces por qué me molesto en clasificar publicaciones en carpetas y me doy cuenta de que mi sistema de archivo ha sido contaminado por la necesidad de acumulación y la comodidad de no convivir con la consecuencia de ello. Vivo atiborrada de elementos inútiles, como toda la generación que nos precede, que me saturan y me generan una absurda necesidad de coleccionismo.
El placer que sentía por atesorar las cosas que consideraba preciosas ha mutado hasta convertirse en un síntoma más de consumo capitalista: en lugar de crear, la comodidad de ver lo que otras crean y archivarlo como “inspo” han roto el significado que tenía para mí el ritual creado desde pequeña. Uno basado en la calma, en el tiempo concedido a desarrollar un gusto, una inclinación, referencias que se nutrían de otras sin acabar siendo una copia o la reproducción de un trend.
Y aquí viene otro tema que me obsesiona últimamente: si antes documentábamos para no olvidar, ¿ahora lo hacemos para plagiar? ¿Volvemos a esas imágenes de nuestros marcadores o moodboards para beber de ellas y alimentar nuestra creatividad? ¿O lo hacemos para calcar fórmulas que funcionan y encajar en las tendencias? Después de unos minutos en cualquier red social siento que todos los posts que veo forman parte de una única persona, que todo es un feed interminable de referencias similares, tonalidades parejas, formas equiparables, discursos repetitivos. Me da pavor pensar que puedo caer en ese lavado de cerebro colectivo de lo “aesthetic” -un solo término más en inglés y no respondo de mis actos- y que todo aquello que creo y almaceno -gratis- en mis redes sociales no es más que una réplica de lo que cualquier otra chica andaluza heterosexual de 29 años puede crear y almacenar. No quiero renunciar a mi archivo personal ni a mi creatividad, pero ¿podemos escapar de ello? ¿Es posible existir y crear fuera de la nube y las redes sociales?
Después de muchos tachones he llegado a la que será una conclusión provisional (si es que debo llegar a alguna): en lugar de mirar, pararse a crear; en lugar de almacenar, pararse a archivar; seleccionar lo preciso, lo que mueve y lo que nutre, guardarlo a buen recaudo; abandonar la acumulación por la acumulación; intentar esquivar a la nube y sus tentáculos; registrar de manera tangible todas aquellas cosas que conforman lo que somos.
Gracias por este escrito. Me conmueve. Existe un sitio que permite imprimir las photos de tu cellu en formato tradicional. Cada vez en cuando imprimo algunas fotos y las almaceno en una caja. Nunca las miro y me preguntaba porque seguia haciendolo si siguen estando en mi cellu. Ahora se porque.
me he visto muy representada en tus palabras, Laura; yo también almaceno de manera compulsiva en la nube y el día que me falle gran parte de mi existencia va a desaparecer.
El año pasado empecé a aprender cómo echar fotos con una cámara analógica y la experiencia ha sido de lo más confrontacional: me ha hecho pensar mucho en las fotos que echamos “por si” con el móvil y las que me pienso mucho para hacer con la cámara porque tengo un número limitado de posibilidades… Y no solo eso: hay algo en el tiempo y la manualidad de esas fotos que, cuando las recojo después de haberlas llevado a revelar, las miro mil veces más que las del móvil, las comparto más entre seres queridos, las hago más mías y las recuerdo más.
Obviamente, la nube me permite tener un maxi-archivo que me calma la ansiedad de que a lo mejor se me pierda alguna referencia, pero creo que el regresar de vez en cuando al minimalismo de lo manual me ayuda mucho también a confiar en que si alguna cosa de internet se me pierde es porque no era correspondido el encuentro.
Perdona el rollo! es que me has hecho pensar muchísimo ❤️