Son las 11:07h de un miércoles santo. Desde que empecé a vivir fuera -no creo que el término “independizarse” sea muy adecuado para alguien que ha crecido en el margen-, no ha existido Semana Santa que no haya vuelto a mi pueblo de 80.000 habitantes. No por el placer de las comidas en familia, las cocinas abarrotadas de dulces o la ronda de planchas de túnicas -cosa que nunca se ha dado en mi casa, tan tendente a construirse fuera de los pilares de la familia tradicional-, sino por la continuidad en una tradición muy concreta: callejear, esperar y fotografiar con mi padre.
Recuerdo la primera vez que salimos de mi pueblo para ir a Sevilla. Las bullas no son para las niñas pequeñas, así que a mis 10 años me sentí orgullosa porque mi padre ya confiaba lo suficiente en mí como para ir a la ciudad a ver esos pasos inmensos que salían en la tele. Siempre de su mano y mi hermana de la mía, atravesando los grupos de personas agolpados en la calle, esperando durante horas la llegada de San Gonzalo, San Benito o La Sed, esas hermandades que se solapaban con las horas en las que mi madre iba a trabajar porque ella, a diferencia de mi padre, trabajaba de cara al público y todas sabemos que el sector servicios no te permite crear recuerdos con las personas que amas.
En esos primeros años, descubrí que la combinación del incienso con el azahar puede hacerte sentir como esos niños grandes que hablaban de “colocarse”, la sensación parecía la misma: comienzas a ver una humareda que se forma alrededor de tu padre, de tu hermana, de cada persona que te roza en ese momento, el olor te golpea la nariz, se te mete en la garganta, no quieres toser, los naranjos que tienes encima empiezan a descargar un olor aún más fuerte, como si tuvieran envidia de ese turiferario que bambolea el incensario cada vez más fuerte. De repente, un silencio, una suspensión del tiempo: aparece un trocito de oro entre las ramas, luego otro más grande, oyes pasos, gritos, gruñidos de esfuerzo, pero no sabes de dónde vienen, no localizas a nadie que esté haciendo tremenda fuerza. “Ahí viene”, “ahí está”, suspiros, persignaciones, y tienes que levantar la cabeza muy alto, más que cuando quieres hablar con tus padres o con cualquier otro adulto, porque hay dos ojos que te miran y dos manos atadas, o una cruz gigante, que se mueve, que baila, que parece que flota, viniendo hacia ti. Y el incienso no para de agarrarse a tu garganta y el azahar está que explota y una nube lo va envolviendo todo, hasta que de pronto ya está, ya se ha ido, y solo quedan unos tambores que se te meten en las costillas y retumban y te sostienes la barriga porque parece que el sonido te va a salir por las tripas.
Durante esos primeros años, mi padre no cesó en su labor de documentarlo todo. Cámara de vídeo, cámara de fotos digital, cámara de fotos analógica. No le bastaba con llevar dos niñas, una en cada mano, y no perderlas entre la multitud, con sus mochilitas llenas de galletas, pañuelos, toallitas, agua y algún que otro zumo; además, tenía el pecho cruzado por las correas de las distintas cámaras, que iba intercalando en función de lo que quería capturar: “ponte ahí, al lado de la virgen, que os voy a coger en vídeo para luego sacar de ahí una foto, corre”, “voy a esperar que pase el de los globos porque no sale el cristo”, “ahora que se ha parado la virgen, poneos delante que os hago una foto”.
A la ardua tarea de aguantarme las tripas cuando pasaban los tambores, el pipí y el cansancio, se unía la ronda de poses delante de vírgenes y cristos que, siendo sincera, me impresionaban por el dolor que mostraban. En mi pueblo, las imágenes son bellísimas, pero la crueldad no está presente en ellas. Puedes encontrar un cristo encima de un burro, otro rezando al lado de un olivo, dos cautivos, dos nazarenos y otro en una urna, pero ninguno que estuviera cubierto de sangre, que pareciera que tuviera sed, que te mirara desesperado o que tuviera la espalda llena de latigazos.
Las preguntas a mi padre se sucedían. Quería saber qué representaba cada imagen, cada detalle de cada paso, cómo se llamaban, cuándo fueron creados. De todas las respuestas que recibí, dos me impactaron tanto que las recuerdo aún, os las comparto.
¿Habéis visto que hay un pelícano tallado en algunos pasos (especialmente en esos cristos que representan pasajes bíblicos en los que ya ha muerto en la cruz o está en el sepulcro)? Si os fijáis bien, el animalito se está hurgando el pecho en busca de sangre. Mi padre me explicó que el pelícano, con ese gesto, representa a Cristo porque alimenta a las crías con su sangre en una prueba de amor. Años más tarde, supe que los pelícanos no hacían eso realmente, lo de abrirse el pecho, sino que es una leyenda medieval en la que se narra cómo un padre pelícano es herido por sus crías hambrientas y este las golpea hasta matarlas, tres días después, la madre vuelve al nido, se abre el pecho y da de beber a sus crías hasta resucitarlas -nadie me había hablado de madres pelícanos, siempre de padres, qué casualidad-.
El Cristo de la Sed me sorprendió de pequeña porque parecía que iba a hablarnos a todos los que estábamos allí mirando o haciendo fotos, que nos quería pedir ayuda. Intenté ocultar el miedo que me producía esa imagen preguntándole a mi padre por qué ese cristo tenía esa expresión, por qué se llamaba así. Me contó que, en un pasaje bíblico, Jesús le dice a sus guardias que tiene sed y estos, para burlarse de él, le dan vinagre. Cuando escuché eso y giré la cabeza hacia la imagen se me saltaron las lágrimas, ¿cómo podía alguien ser tan cruel como para crucificar y torturar a otra persona? Quise quitarle los clavos al cristo, llevármelo a mi casa y darle todos los zumos que él quisiera.
Cada año que pasaba eran menos las preguntas -aunque había otras que las formulaba de nuevo para oír la misma respuesta si la historia me encantaba- y mayor el papel que comencé a tener. Ya no era solo mi padre el encargado del correspondiente álbum anual de Semana Santa, sino que podía grabar y fotografiar con sus cámaras. Todo adquirió una nueva luz para mí, porque no era una preadolescente más que miraba las cofradías pasar, sino que tenía un objetivo, el de hacer las fotos y los vídeos que luego enseñaríamos a nuestros abuelos.
La mañana siguiente íbamos a casa de mis abuelos y nos poníamos a contarles cada detalle y anécdota que habíamos vivido el día anterior -la revirá de San Gonzalo en esa calle, la entrada de La Sed en San Juan de Dios, la salida de San Benito, qué bandas tocaban y si lo hacían bien, las flores de las vírgenes, si nos habían dado o no estampitas-, endulzado todo con las fotografías y los vídeos, que eran siempre las mismas, pero no, porque la luz no era igual, te aseguro que esa sombra era diferente, esos naranjos eran más grandes, y la banda de este vídeo no es la misma que la del año pasado, te lo prometo.
Cada Semana Santa sigo volviendo al pueblo para salir juntos de nuestra casa hacia Sevilla -nuestro peregrinaje- y luego volver para ver las hermandades que me vieron crecer, sobre todo esa en la que mi abuelo me inscribió antes, creo, de que mis padres hicieran lo mismo, pero en el Registro Civil. Cada año es lo mismo: pensamos juntos el recorrido, miramos al cielo por si hay alguna nube, él me pide opinión para elegir camisa, meto en el bolso una botella de agua para los dos, mis cámaras, caramelos para cuando su garganta se agobie de alergia, pañuelos, el Llamador. Le dejo el mínimo peso para que no se canse más que yo, para que pueda esperar tranquilo, para que al pasar una me diga “¿y ahora dónde vamos? Tú ya te sabes mover por Sevilla mejor que yo”.
Ya hace varios años que mi padre no fotografía vírgenes ni cristos, ni siquiera con el móvil, me ha regalado su cámara analógica y no usa las digitales. Ha hecho bien su labor de asegurarse una sustituta porque ahora no sé ver cada detalle sin enmarcarlo mentalmente, hasta el punto de saturarme los ojos con fotografías que no he hecho, que se me acelere el pulso cuando tengo delante el momento perfecto para disparar e incluso sienta que debo meter mi cuerpo en el paso mismo para tener la fotografía perfecta. Todo eso para enseñarselo luego, que mire lo que he capturado y me diga “uy, Laura, qué foto más bonita, esa la imprimes”, especialmente si son analógicas, porque él fue quien me enseñó.
Desde hace varias semanas santas lo veo cojear un poco de la pierna izquierda y he sabido interpretar que un “vámonos ya, que hay mucha gente” significa, en realidad, que está demasiado cansado como para seguir y me recuerdo con 10 años, intentando seguirle el paso, agarrada de su mano, con su dedo meñique rodeando mi muñeca -su “candado de seguridad” para no perdernos entre la bulla-. Pienso en el día que prefiera la retransmisión de Canal Sur al callejeo y mi deber sea enseñarle e incluso imprimirle mis fotografías, enseñarle cada vídeo y contarle cada novedad. Pienso también si algún día querré esperar durante horas, entre el incienso y el azahar, con mis niños de 10 años agarrados de mis manos, mientras les explico lo que significa cada paso. Un pellizco en el pecho que se me pasa cuando mi padre me avisa, nervioso, de que llegamos tarde a ver La Sed por su barrio.
Es la primera vez que leo algo tuyo y, la verdad, me ha encantado. Es como si estuviera allí contigo. La forma en que hablas de los momentos con tu padre es mágica. Me encanta tu manera de escribir 🫶🏻
otro pellizquito en el pecho al ser parte de este ritual leyéndote. Precioso 🍊🤍