He parado de scrollear para sentarme a escribir y no sé qué me resulta más frustrante: tener la visión atiborrada de estímulos hasta el punto de sentirme duras las córneas -¿es eso posible acaso?- o la presión de publicar el post más brillante, interesante, demoledor y perfecto de esta nueva red social.
Recuerdo que en Primaria me tomaba cada ejercicio y cada examen como la oportunidad de brillar sobre el resto. Tenía que ser la mejor analizando sintácticamente las oraciones, la que mejor recitara los ríos y cordilleras de la Península Ibérica, la que mejor resolviera los problemas matemáticos del cuadernillo, la que mejor saltara a la comba, la que mejor le cayera a la profe de Religión -Dios no me importaba tanto como ella porque él no tenía potestad para evaluarme-.
Un 9 se convertía en un castigo si uno de mis compañeros conseguía un 9,2 porque eso significaba que yo no era suficiente, y mis padres, al ver la nota, casi saltaban de alegría, y yo los miraba sorprendida porque no entendía que pudieran sentirse orgullosos de algo tan mediocre, ¿lo vais pillando, verdad?
La cosa no mejoró en Secundaria, donde la variedad de profesores aumentó exponencialmente mis intentos por agradar y hacerme hueco en un nuevo espacio, más hostil aún que el primero, pero igualmente demoledor para mi autoestima. En la Universidad y el trabajo, esta tendencia no hizo más que agudizarse hasta el punto de borrarse el fino límite que separaba mis resultados académicos de mi identidad: mis logros en la Academia y en el mundo laboral equivalen a mi valor como persona -¿soy mala amiga si no envío ese email a un cliente?, ¿soy la peor persona del mundo si en una reunión no digo la palabra correcta?, ¿soy una hija horrible si hoy no me apetece trabajar?, ¿merezco ser exiliada por la Corona española si no consigo ese proyecto que tanta ilusión me hacía? (¿me hacía ilusión realmente?)-.
Para intentar relajar esa vocecita interior que no para de susurrarme “Nunca serás suficiente” seguido de una risita malvada, hace un año me animé a apuntarme a esas extraescolares que mis padres habían esquivado durante años, ya fuera por cansancio o para evitar que su neurótica hija llegara a flagelarse con el paño de cocina. Aún recuerdo esos lunes a las 16:50h en los que, esperando con mi padre a que abrieran la puerta de la Casa de Hermandad para empezar la Catequesis, me cruzaba con niñas que iban a baile o karate, y soñaba con que algún día mi padre me llevara por otra calle distinta, en silencio, con cara de guardar un secreto, y no acabáramos en la puerta de la Casa de Hermandad los lunes a las 16:50h, sino en flamenco, con una falda con vuelo y unos tacones a juego metidos en una caja con un lazo gigante porque así es como deben darse los regalos.
La primera vez que me planté en el taller de cerámica entré pensando en hacer la taza con la estructura más perfecta y proporcionada que haya existido jamás. Plot twist: salí con agujetas en los brazos por la velocidad del torno y una frustración que aumentaba el diámetro de esa vena que siempre ha descansado entre mis cejas y que se hincha y deshincha en función de las vicisitudes que me presenta la vida.
A cerámica le siguieron patronaje y confección, mi vuelta a la fotografía analógica, talleres de escritura y un club de lectura increíble con la mejor amiga existente en este planeta. Evidentemente, mi primer pensamiento en cada intento por desprenderme de la carga autoimpuesta por resaltar fue -y, a veces, todavía sigue siendo- mi deber de ser vista como una niña prodigio de 29 años.
En mi defensa debo decir que he aprendido a controlar estos pensamientos bucle porque solo me conducen al inmovilismo y al autosabotaje -¿merece la pena apuntarme a cerámica si no voy a ser la mejor?, la respuesta, según esa “lógica” sería no; ¿es justo este planteamiento?, la respuesta sería no-, pero hay días, como ayer u hoy, en los que siento que cada uno de mis movimientos están controlados por cámaras que retransmiten en directo mis fallos -o lo que yo creo que son fallos-, mis inseguridades, mis brotes de llanto por pura frustración, y me impiden conseguir el carné de Persona Ma-ra-vi-llo-sa homologado por Toñi Moreno, icono viviente de Andalucía.
Y es aquí donde la cosa se retuerce hasta que la vena de mi entrecejo se hace con el control de toda mi capacidad expresiva y me pregunto: ¿de dónde viene esta necesidad de resaltar si nadie me ha puesto un listón?, ¿por qué resurge esa sensación de desamparo que sentía al ver un 8’5 en un examen pese a llevar años trabajando -qué palabra- en desterrarlo y dar espacio al disfrute?, ¿puedo culpar a mi ciclo menstrual y al capitalismo por acentuar estos miedos en determinados meses del año?, ¿tengo que culparme a mí?, ¿tengo que culpar?
Tal vez el mayor ejercicio que debo hacer, pese a la angustia que me provoca esto, es entrenarme para aceptar que nadie, ni siquiera yo misma, tiene por qué ser brillante, aceptar la mediocridad, propia y ajena, y priorizar el placer del aprendizaje, del juego, de la espontaneidad, a la excelencia. Este es mi primer intento: no es mi mejor post, no estoy en el mejor estado mental para escribir, mis expresiones son básicas, flojas y no reflejan mi voz narrativa -si es que la he encontrado-, y mi texto está plagado de vacíos, pero al menos no he esperado a que me caiga encima el momento perfecto para escribir el texto perfecto, al menos he dejado de scrollear y he construido el momento para escribir.
Tenía un amigo de la infancia que era literalmente un prodigio del arte. Ella dibujó a los 3 años lo que yo no pude a los 10. E incluso cuando era niño dejaba de disfrutar haciendo arte porque nunca sería tan bueno como ella.
También recuerdo haber sentido una gran ansiedad a los 9 años cuando empecé a tocar el piano, cuando mi profesor me dio las piezas para tocar que Mozart había compuesto a los 7 años. ¡Ya estaba atrasado! ¡Cómo iba a funcionar esto!
Siempre fui consciente de lo mucho mejores que eran los demás incluso antes de empezar a intentarlo. Mala jugada.
Estoy trabajando en disfrutar de mi mediocridad ahora, y en seguir con lo que me encanta que hagas y... la vida es mejor ahora.
Yo también estoy aquí... escribir en público es la primera vez, preguntándome si soy bueno... pero sacar las palabras es muy alegre.
Y he aquí que hay gente que ya está empezando a leerme.
(Español no es mi idioma materna, así que también habrá errores en mi escritura, estoy publicando de todos modos)
¡Bienvenido a The Stack!
ay, me quiero poner poco a poco al día con tu newsletter, así que empiezo por aquí! te entiendo tantísimo en lo que escribes y en esa sensación desde pequeña con las notas y arrastrar esa sensación de fracaso por no ser la mejor a ahora que soy adulta… y al final ha resultado en tener que reaprender a través de hacer cosas que siempre he querido hacer, pero para las que no me consideraba “perfecta.” Tengo muchos ganas de seguir leyéndote poco a poco, Laura 🥰